Wenceslao Marcial Guillén, Wen

Wenceslao Marcial Guillén, Wen
Fundador de Los Panfleteros de Santiago

sábado, 10 de abril de 2010

EL RECUERDO DE SU VOZ por Manuel Bueno

Tomado de “Cárcel y guerra”

(De una Cárcel de TRUJILLO a un comando de abril)

Escrito por Manuel Bueno,

Editora Taller 1991















EL RECUERDO DE SU VOZ





“Ahora si me jodí”, pensé la noche que me dejaron absolutamente solo. “Esperar mi turno con serenidad”, me dije para consolarme. Entonces fue cuando comprendí lo que era una solitaria. Solo con mis pensamientos, mis temores y mis recuerdos. Los primeros días de cautiverio, entre gritos, torturas y maldiciones, el tiempo tenía otra medida. Cada día traía sus propias alternativas: interrogatorios, latigazos y aberraciones; nuevos conspiradores que llegaban y viejos torturados que se iban para siempre. Instantes eternos entre un corrientazo y el siguiente; la cadencia acompasada del “güebo de toro” al cruzar las espaldas desnudas y los teclazos esporádicos de los escribientes. Música de fondo a todo volumen al unísono de los motores encendidos de los “cepillos” para acallar los estertores de los moribundos. Todo se sucedía en una secuencia mucho más rauda que el ritmo de la respiración.



En el silencio de la solitaria sólo se advertía la tibieza de los fantasmas, y el aroma impenetrable de la muerte. A veces, interrumpido por el silencio por el toque de diana, se oían las notas lejanas de “Salón Méjico” en los ensayos de la banda policial, al compás de los latidos del corazón.



¿Dónde estarían a esa hora Wen y el Alemán? ¿Qué sería del profesor Tineo y del negrito Prud’homme? ¿Vivirían todavía Ucho Capri y Díaz Hernández? ¿Serán de ellos todos estos espíritus que vienen a visitarme?



Al principio me cagaba del miedo, me engurruñaba acostado en el suelo frío y me cubría el rostro con los brazos. No soportaba que me oprimieran los hombros, que me halaran los pies. Me estremecía y contrariaba que me acariciaran la nuca. Sin embargo, siempre agradecí que una de estas almas en pena, compadecida de mi soledad y mi tristeza –dijo en casa se acercó mí para consolarme y me dejó tranquilo al notar mi sobresalto-, fue la que llevó sosiego a mi afligida madre diciéndole que me encontraba triste y solo, pero a salvo.



Estando allí, solito con mis pensamientos, me puse a pensar, por primera vez, en los míos que habían quedado atrás. En mi madre, con atención especial. Porque mi padre podría estar roncando a esas horas, pero mi madre sin duda alguna, estaría desvelada y con los ojos hinchados de tanto llorar. Fue entones cuando quise hacer este trato conmigo mismo: “Ya que han pasado todos estos días y no he podido llorar por mí, y mi madre sí lo ha hecho, luego déjame llorar por ella”. Hice todo el esfuerzo, pero no pude. En cambio, sí brotaron de mis ojos dos lágrimas furtivas cuando pensé que me iría de este mundo sin conocer el amor: “Tantas chicas buenas y bellas en mi pueblo, en el vecindario y en la escuela, y no llegar a querer a ninguna de ellas”.



Aquí fue cuando reparé en Francisco, el prisionero de la celda vecina. Era la segunda solitaria del pasillo. La mía era la primera y daba frente a la escalera. Oí su voz llamándome a través del postigo. O mejor dicho, llamando a ver si quedaba alguien con quién hablar. Liz era el compañero que más hablaba con Francisco, a veces. Díaz Hernández también habló con él. Yo nunca quise acercarme a la puerta a hablar con nadie, excepto al sargento Valerio, quien, aparentemente, me distinguía. Supimos de la existencia de Francisco para los días eternos de los gritos eternos de Enrique. En varias ocasiones se asomó a rogarle que se callara.



Para mí, la voz refrescante de Francisco llegó como una bendición. Inmediatamente dejé de sentirme solo y me incorporé de un tirón a contestarle. Le dí los buenos días y mi nombre. También tuve que darle los nombres de mi padres, de todos mis hermanos. De mi novia no pude decirle nada, lugar de procedencia, año escolar, motivos de mi prisión, etcétera. Todo me lo preguntó. Me hizo más preguntas en sólo diez minutos que todas las preguntas que me hicieron en “La 40” durante dos horas continuas de interrogatorios. Pero era reconfortante. Luego habló de él, de su familia. Francisco era un gran conversador. Habló con cariño y nostalgia de su esposa y de sus niños. Del tercero que ya venía de camino. De cómo cayó preso: “Fue por una delación”, me dijo. Su mujer era española, campesina como él, y vivían muy felices en una casita de la colonia agrícola de Baoba del Piñal. Me contó cómo la conoció, trabajando de peón para su padre, un gallego testarudo, pero muy buena gente. Pronto lo quiso como a un hijo y lo llenó de consejos. Bueno y malos, a escoger.



Al día siguiente ya éramos grandes amigos y la conversación tomó un giro trivial. Pronto me dí cuenta de que él debía contentarse con relatar sus pequeñas vivencias, sus tormentos. Pero así y todo, no era lo mismo que quedarse uno callado, doblemente encerrado entre cuatro paredes y en la soledad de los pensamientos. Me encantó que me contara –y me pareció comerlo-, acerca de aquel dulce de leche pura, amasado en forma de huevo y dejado cocinar, por quince días, dentro de un coco de agua, sellado, en a caldera de un ingenio. Me contó lo de una cocaleca que él preparaba en base a granos de arroz y ajonjolí unidos con miel de abejas, de unos yaniqueques rellenos con picadillo de pechuga de colibrí de cómo cochinillo manso se convirtió en cochinillo jíbaro de cómo ratoncito Pérez cayó en la olla por la golosina de la cebolla de cómo las gentes del camino pusieron de mojiganga al hombre, al niño y al burro de la perrita traidora que le comía la comida a doña Dora de cómo María estaba lavando y se le acabó el jabón y así por el estilo hasta toser y luego volver a toser para entonces despedirse, ronca la voz, con un ‘’Hasta luego’’.



Cada mañana, sin anuncio previo, a una hora determinada, nos hallábamos ambos, cada cual detrás de sus barrotes, iniciando un diálogo cualquiera. Reíamos, celebrábamos, chismeábamos y, a veces, muy queda la voz, pero sin aspavientos, uno de los dos sabía que el otro sollozaba, embriagado por los recuerdos.



El veintinueve de enero, como a la una de la madrugada, dormía. Rudos golpes en la puerta de madera me estremecieron. Eran los toques fatídicos y las voces fatídicas de los que venían a buscarme. Los mismos toques y las mismas voces que vinieron a buscar a Enrique, a Liz, y por último, a Díaz Hernández. Era. Al fin, mi turno.



Me ordenaron salir al pasillo y así lo hice. A ponerme la ropa, y repliqué que cuál ropa, si desnudo como estaba me habían trasladado desde ‘’La 40’’. Entonces, los dos calieses intercambiaron miradas, se encogieron de hombros y uno de ellos masculló al subalterno que así no podrían llevarme, que debían regresar a buscar alguna prenda y que volverían luego. Un soberbio empujón, y de nuevo al calabozo.



Ya no pude dormir más. De ninguna manera hubiera podido hacerlo, pues Francisco, despertado por el bullicio, estaba en su puesto. Y cuánto le agradecí, y le seguiré agradeciendo, que en esos postreros momentos me quisiera entretener con sus fantásticos cuentos. No valía que el sargento, desde la casa de guardia, le ordenara hacer silencio. Hubiera tenido que azotarlo, amordazarlo o guardarlo más adentro. Y así se pasó las horas, contándome muchos cuentos. La mayoría repetidos, pero al fin, sus grandes cuentos. Hasta que volvieron los hombres con una camisa de muerto.



‘’Ahora si me jodí”, dije para mis adentros. Abierto el cerrojo, salí al pasillo con la frente erguida y las rodillas temblando, tanto del frío como de miedo. Me puse la camisa a cuadros que me alargaron y, mientras la abotonaba, Francisco hasta su puerta, no tanto para un último adiós, sino para acabar de conocerlo, pues su voz me era ya íntima, pero no así su mirada ni la sonrisa que mi imaginación fue construyendo.



Un pescozón, en mitad del oído derecho, me hizo detener el paso y retomar conciencia de la realidad. “Adiós, Francisco’’, le dije desde lejos y él me respondió: ‘’Hasta luego’’.



Desde aquí, hasta los años venideros, la historia se sigue escribiendo, pues yo salvé el pellejo y me pude dedicar a contar todos mis cuentos. Pero no tuve sosiego, pues mi querido Francisco, o por lo menos su voz, quedó eternamente impregnada en mis adentros.



La voz de Francisco, sonora, risueña, juvenil, limpia y sin matices de engaños ni desalientos, me persiguió para siempre. La comparaba cotidianamente con las voces de los nuevos amigos que fui adquiriendo, pues a mis viejos amigos, los amigos del Jefe lo mandaron al infierno. Se m parecía, a veces, las voces de muchas de las novias que entonces desfilaron en mi elenco. A la voz hombruna de mi esposa, cada vez que se ponía tierna y cariñosa. A las voces de mis chiquillos, chillando al jugar conmigo, según fueron creciendo.



A la voz de Francisco, su voz nítida y clara, de timbres musicales y de corte perfecto, la perseguí yo por mucho tiempo. La anduve buscando en todos los conciertos. En la plaza, en el teatro y en los cementerios. En el cine, en los supermercados y en el resto del comercio. Confiaba, y hasta soñaba, que al voltear la cara en el preciso momento de escuchar y reconocer mi voz, llamándome por mi nombre, rodeado de su mujer, de sus hijos y su suegro, ahí estaría Francisco, confundido en un abrazo con su antiguo vecino carcelario, su compañero.



Así pasaron los años: la voz de Francisco persiguiéndome a mí, eternamente, y yo angustiado, en continua y obsesiva persecución de su voz.



Cierta mañana de finales de diciembre, mi nuevo amigo Arturo, el del porte perpetuo de pavo real de los tiempos del comando, y de una hermosa voz para el canto (ya viejo amigo con el paso de los años), me invitó a acompañarle en uno de los viajes rutinarios de inspección que le exigía su trabajo. Y, coincidencialmente, por primera vez en mi vida, caímos en Baoba del Piñal, o mejor dicho, en lo que quedaba de la antigua colonia agrícola de españoles fomentada por el Jefe.



Sin decir media palabra me fui separando de Arturo, me fui desplazando por aquí y por allá, preguntando, discretamente, donde podría encontrar a un pobre campesino, a un obrero del arroz llamado Francisco, casado con una españolita hija de un gallego de la colonia; así nada más, Francisco, sin otro nombre y sin apellidos, pues se desvanecieron de mi memoria con la misma lentitud que se fue desvaneciendo el sublime recuerdo de su voz. Desde luego sabía, tenía la certidumbre, de que, luego de encontrarme frente a mi viejo amigo y yo me identificara y él me abrazara y me hablara, su voz resurgiría dentro de mí con la misma frescura, con la misma intensidad, con los mismos matices límpidos y juveniles que acariciaron mis oídos en aquellos cruciales momentos.



Así llegué, de casa en casa, hasta una casita bien parecida a la que Francisco me describió en sus delirios. Me detuve a observarla y me brincó el corazón. No había duda alguna: esta erala casa de Francisco. Y, sin más titubeos, procedí a tocar. Toqué con cierto nerviosismo, pero toqué firme para que se me oyera. Esperé bastante tiempo y nadie respondió. Volví a tocar más fuerte y seguí esperando. Iba a tocar una tercera vez y, entonces la puerta se abrió.



Apareció una señora pequeña, muy blanca, de pelo gris y ojos tristes, pero de mirada muy serena. Era más vieja que la mujer a la cual Francisco describía, con su voz, desde la solitaria que para entonces era su morada. Pero, sin duda, era ella. Y todavía muy bella.



Entonces, sin más preámbulos, me dispuse a preguntarle si hablaba con la esposa de Francisco, y, no sé como pude recordar lo que me dijo, si fue que me desplomé al contestarme, que, desde hacía mucho tiempo, antes de que naciera la niña que le dio su primer nieto, ella no era más la esposa de Francisco, sino su viuda.

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