Tomado de “Cárcel y guerra”
(De una Cárcel de TRUJILLO a un comando de abril)
Escrito por Manuel Bueno,
Editora Taller 1991
Este capítulo trata sobre Enrique Perelló, Enriquito.
¡Al fin se lo llevaron!
-Si esta vaina no termina pronto, todos pararemos en locos.
Con una sentencia similar y en muy parecida situación, veinticuatro años atrás, el padre de Manolico había desahogado su desesperación unas cuantas horas antes de que se lo llevaran al manicomio. El colmo de la semejanza era que ambos casos ocurrieron en el contexto de la misma Era. Y que, tanto el padre como el hijo, se habían enfrentado al mismo dictador. Corrían los últimos días de enero y los cuerpos desnudos de los cuatro prisioneros padecían el rigor del invierno tropical. Pero no era el frío lo que más le preocupaba. Tampoco el dormitar sobre el duro y mugriento piso de cemento con la luz eternamente encendida. Mucho menos el llevar tres días sin comer. Ni tener otras noticias del exterior que las del play-off final del béisbol invernal que sintonizaban lo custodios policiales en la casa de guardia y que penetraban desde el oscuro pasillo a través de la única abertura para respirar y comunicarse: el postigo en el sólido portón de madera reforzado con barrotes de hierro. Lo que realmente angustiaba hasta la exasperación a los tres jóvenes del grupo, y centraba toda su atención, era el hecho contundente de que el viejo Enrique, herniado y cubierto de mierda de pies a cabeza, se había vuelto loco.
-Teniente, teniente… venga pronto, que estos calieses me quieren meter preso. Corra teniente, que me van a matar. Sargento, sargento… no deje que se lleven a mi hijo. Venga pronto, sargento, que se lo van a llevar…
Horas enteras dando voces aferrado a los barrotes de la ventanilla hasta quedar ronco y no pode más. Entonces, sin dormir ni descansar –forzado por la ausencia de su voz, ponerse a palmotear, y seguir palmoteando hasta hinchársele las manos y sangrar.
No valía que bajaran el sargento de guardia, y el cabo de retén, y los rasos de servicio, y los alistados de ordenanza a amenazarlo con palizas, con llevárselo de regreso al antro de torturas en la 40 para ahorcarlo de verdad, ni terminar suplicándole que por favor, por lo que él más quisiera, que se callara y que dejara de dar manotazos porque sus gritos y sus ruidos ya no lo podían soportar.
Por su parte, en el ámbito limitado y lúgubre de la celda, sus tres compañeros, desnudos, titiritando de hambre y de frío y sin poderse mover, no resistían un minuto más. El primer día se acercaron al viejo, amorosos, trataron de consolarlo, de razonarle, de empatizar con él. Pero Enrique no escuchaba. Al día siguiente optaron por sujetarlo, por obligarlo a que se acostara y durmiera, para conseguir solamente improperios, empellones y uno que otro pescozón. Para el tercer día decidieron abandonarlo a sus desvaríos sentados en un rincón, con la vaga esperanza de que, finalmente, tendría que sucumbir al agotamiento y al sueño. Pero todo siguió igual. Mejor dicho, peor. En la medida en que su garganta se volvía cada vez más ronca, los palmoteos de sustitución eran cada vez más prolongados, rítmicos y monótonos, y se convirtieron en una sorda sinfonía que no olvidarían jamás. Ya para el cuarto día, cuando el frío se hizo intolerable, la falta de sueño hizo estragos y el hambre empezó a doler, no pudieron seguir viendo a Enrique como a su camarada de antaño, el compañero de ideales, de luchas y de infortunios, sino como a un enemigo pero que el hombre que más odiaban y a quien, para derrocar el solemne juramento de vencer o morir. O mejor en este orden: morir o vencer.
Morir primero, porque a estas alturas de los acontecimientos, el hombre fuerte seguía venciendo. Tan consciente estaba Wen, el jefe del grupo, de que así sería, que (en un paréntesis de las chanzas utilizadas por el Alemán para entretener al resto de sus compañeros y hacerles olvidar, momentáneamente, su triste suerte) sentado al lado de Manolico, el más joven de todos, le habló de esta manera:
-A mí me van a matar, de eso estoy seguro. Y conmigo se irá la mayoría. En cambio, en ti se conjugan todas las condiciones para sobrevivir. Por tanto, tienes que jurarme que continuarás la lucha. Que organizarás nuevas células y las entrenarás y dirigirás hasta el triunfo final. Porque esta bestia no se salva de ésta. Solamente tienes que fijarte en la clase de gente que quedó allá en la 40. No ‘’chivitos jarto ‘e jobo’’, como nosotros, sino su gente y los hijos de su propia gente. Pero, mejor aprovechemos el tiempo déjame que te explique cómo se fabrica una bomba incendiaria. Eso me lo enseñó Manolo, entre otras cosas, allá en una solitaria y quiero que ahora, antes de que nos separen para siempre, las aprendas.
Hablaba por dignidad, debido a la fuerza descomunal que emanaba de su espíritu indomable, porque su cuerpo, hecho un guiñapo, no daba para más. No encontraba posición que aliviara el dolor de sus riñones. Y respiraba con dificultad. Pero prefería cumplir sus compromisos con toda seriedad, hasta el último momento, cuando le hubieses sido más sencillo sumarse al ambiente de relajamiento inducido por el Alemán:
-Pónganse todos en fila, frente a la puerta, para que le vayan dando sus nombres al sargento. ¿Usted quiere el mío primero? OK, pues escriba: Heinrich Johannes Streesse. ¡Cómo! ¿Qué no entendió? Oígalo otra vez, más despacito: Hein-rich Jo-han-nes S-tre-esse. Parece que el sargento no fue a la escuela. ¡Tan bruto! Bueno, si quiere aprovechar, sargento que aquí tenemos un tremendo maestro con nosotros. ¿Verdad, profesor Tineo, que usted no se negaría a enseñarle? A propósito, profesor, ¡Nada de juegos! Usted debiera darnos una clasecita. Venga, déjeme encaramarlo aquí para que esté más cómodo. ¿Cuál materia prefieren primero? ¿Química? Pues, bien, profesor, vamos con al Química.
Y lo subió, de un solo impulso, al murito que dividía el espacio para el inodoro y la ducha del resto de la solitaria. Aquí se hallaban catorce panfletistas apretujados. Esposados en parejas y desnudos, los habían trasladado esa madrugada en una perrera de la Policía, desde la 40. Minervino los entregó en el patio, al capitán Monción y se lamentaba de perder la oportunidad de ejecutar, con sus propias manos, tan granado conjunto.
-Lo envidio, capitán- le dijo. ¡Cómo gozará usted enviándole estos malditos a San Pedro! Lástima que no se lleven algunos volantes para que los repartan allá en el Cielo. Aunque no creo que haga mucha falta: En el Cielo todo el mundo está claro.
Entonces, empezando por un murmullo desde un rincón de la guagua celular, y extendiéndose luego por todo el ámbito del espacio compacto que ocupaban, los prisioneros se pusieron a rezar.
-Cállense, coño, buenos pendejos –gritó Minervino.
-Que se callen, ya dijeron –ordenó Wen a su gente. Los cobardes, que sigan siendo ellos.
En este grupo estaba Enrique, sentado en un rincón y sin hablar. Así pasó el resto del día, como si estuviera meditando, con la mirada en lontananza hasta que en la tardecita lo trasladaron, junto a tres de sus compañeros, a otra solitaria del sótano al lado izquierdo de la casa de guardia. Enrique parecía no habitar en este mundo. Arrinconado, vuelto un andullo, mudo, y la cabeza entre las manos, no dejaba de mirar fijamente hacia el piso, como si estuviera muy pendiente del alarmante crecimiento de su hernia.
En orto extremo de la celda, Manolito, Liz y Díaz Hernández repasaban, con lujo de detalles, los acontecimientos diabólicos vivenciados en los, sumamente compactos, tres últimos días. Y no sólo por ellos, sino que comentaban todo lo acontecido, en su presencia, a otros compañeros. De cómo Báez y Báez, graciosamente, había golpeado por detrás, con las palmas de sus dos manotas, ambas orejas del Alemán y l dejó sordo, y zumbándole los oídos, durante varias horas. De cómo al doctor Tejada Florentino le habían aplicado la corriente en la silla eléctrica más tiempo de la cuenta por no querer hablar y, como sufría del corazón, se quedó pegado, muertecito. De cómo aguantó Manolo, en cambio, toda la corriente que quisieron pasarle por su cuerpo hasta salir a través de unos puntitos negros que le iban brotando de su velludo pecho, mientras maldecía con repetidos coños, a sus torturadores. De cómo a Manolito, por ser reincidente, le aplicaron torniquete, y obligaron a uno de sus compañeros a terminar de ahorcarlo con sus propias manos, so pena de correr la misma suerte. De cómo a uno de los ‘’panfleteros’’, condenados a muerte por el Jefe en un juicio sumario de un minuto de resabios porque se atrevieron a decir, y por escrito, que El, el Supremo y único Jefe, el Benefactor de Patria y Padre de la Patria Nueva, el perínclito y benemérito Generalísimo, no era más que un mierda, lo mató el propio Clodoveo Ortiz, extrayéndole la sangre, poco a poco, lentamente, asperjándola en el patio en presencia con una jeringuilla hipodérmica, hasta que se desmayó y quedó tieso. De cómo un prisionero les pidió, en un gesto de caballerosidad y con voz autoritaria, al resto de sus camaradas, que bajaran la mirada en señal de respeto, cuando hicieron desfilar desnuda en su presencia, pretendiendo humillarla, a la bella, valiente y heroica Minerva Mirabal.
Agotados todos estos tétricos y apabullantes temas, que Enrique parecía no escuchar, Díaz Hernández, el que más hablaba, propuso descargar un poco el ambiente sofocante, cambiando la temática. Y pasó a relatar episodios de su vida personal, allá en el entorno miserable de su vecindario en Pueblo Nuevo. De cómo su ingeniosa madre resolvía cada día el drama del desayuno con sólo cinco centavos: en centavo para sal, dos centavos para aceite y los otros dos centavos para pan. El desayuno consistía, como se ve, en pan vacío. Pero, al otro día, los cincos centavos los distribuía entre dos huevos y un plátano verde. Entonces, ya contaba con la sal y el aceite. De cómo, viendo que no tenían agua, él se inventó un hoyo en el patio que se llenaba al llover, y con sólo dejar que se asentara el lodo, disponían de agua suficiente para el consumo. De cómo, cuando él regresara, iba a estrenar unos nuevos pantalones, pues de veinte pesos que ganó en una chiripa antes de que lo apresaran, había regalado diez pesos a su abnegada madre y los otros diez los dispuso para un corte de fuerte-azul, ya que andaba casi desnudo. Y quedando, en silencio un breve instante, reparando de repente en su desnudez de la solitaria, se preguntó sonriendo con picardía: ‘’¿Casi desnudo? ¡Desnudo por completo!’’.
Era un tipo fascinante, genial, este muchacho Díaz Hernández. Para matar el tiempo, antes de que Enrique se revolteara y empezara a gritar y a palmotear, ensayó de todo. Cuando se le acabaron los cuentos, entabló amistad con un tal Francisco de la celda vecina y el Francisco le ganó, pues se sabía muchísimos más cuentos que él. Se puso a jugar con Liz y Manolico a la gallinita ciega, a quién aguantara más sin dejarse golpear el dorso de las manos superpuestas, un juego que él llamaba ‘’al piquete’’. A quién se quedara con el trozo más grande de un huesito del gusto que encontró en el piso. A quién adivinara el pensamiento con mayor nitidez.
Estando así, concentrados en el ejercicio estoico de la transmisión y recepción de pensamientos, se le apareció clarita la imagen de Wen haciéndoles señas con su mano derecha desde el Cielo, como diciéndole: ‘’Ven acá, ven’’. Y se estremeció. Y la imagen fue transmitida y difundida con tanta exactitud que parece haber sido captada fielmente por Enrique, pues ahí mismito comenzó a gritar que se lo querían llevar preso y que lo iban a matar.
Enrique se fue reduciendo hasta convertirse en una miseria humana. Sus gritos estridentes los profería, tanto a través de la ventanilla, como dando pasitos cortos y nerviosos a los ancho y largo de la pequeña celda. De ninguna manera hubiera podido sentarse un solo instante, puesto que, además de lo excesivamente inflamado que tenía el testículo herniado, la totalidad de su esquelético cuerpo se hallaba cubierto de llagas. Heridas abiertas en surcos cruzados por los latigazos que supuraban pus y gusanos, y estaban llenas de mierda. En la 40 había sido uno de los más castigados. Se negó a hablar por no confesar su participación en actividad conspirativa alguna ni mucho menos para denunciar a ninguno de sus compañeros. Lo sentaron en la silla eléctrica; le dieron corrientazas con las picanas; lo azotaron inmisericordemente con los güebos de toro hasta caer inconsciente al suelo; lo entraron en el Coliseo (la base acordonada de la torres para la antena de comunicaciones, convertida por Minervino en ring de boxeo); lo sumergieron en la bañera romana llena de agua con vinagre para mejor conducción de la corriente eléctrica (uno de los tantos juguetes sádicos ideaos por Ernesto Scott); y por último, como no hablaba ni que lo voltearan al revés, mandaron a buscar a Guillén, el cocinero, para que, con su cuchillo boto de mondar, le arrancara los cojones. No dijo ni pío, y tuvieron que dejarlo medio muerto porque no pudieron con él. No se pudo establecer con precisión si Manolo Tavárez, Wen Guillén o Luis Gómez se portaron más corajudos que él. Pero ahora, en su nueva solitaria, se hallaba Enrique convertido en tal bazofia que la muerte verdadera le hubiese encajado mucho mejor que una misa de salud.
Cuatro días después, en medio de la insoportable gritería el concierto inacabable de manotazos, Manolico se acercó a la puerta a recibir, de parte de su amigo el sargento Valerio, una hoja de ‘’El Caribe’’, que con el pretexto d usarla para no apoyar la cabeza directamente al suelo (pero que el leyó y releyó hasta la última letra del último anuncio), consiguió que se la llevara en forma clandestina. Dio las gracias al sargento, y aprovechando su inusual cordialidad pudo comprobar que el asomo de Wen era una diáfana realidad pues, cuando le preguntó cómo estaban los demás prisioneros, el sargento le guiñó un ojo y le contestó, al tiempo de pasarse el índice por debajo de la nuez de Adán: ‘’No quisieras tú hallarte donde están aquellos’’.
-Se los han ido llevando de noche, uno a uno – le dijo.
Y no tardó el vendaval en presentarse a hacer sus estragos en esta exclusiva solitaria, porque esa misma noche hicieron su aparición dos calieses del SIM, como a eso de la una de la madrugada, y abriendo la puerta con ásperos y estrepitosos ajetreos llamaron firmemente: ‘’Enrique Perelló, salga’’. Los dos esbirros debieron arrastrar a Enrique así como estaba, el cabello hirsuto salpicado de mierda y todo el pellejo hediondo a muerto.
Entonces, la puerta se cerró violentamente y estremeció los cuerpos desnudos y tiritantes, de hambre y de frío, de Manolico, Liz y Díaz Hernández, abrazados, embriagados de pánico y de excitación, sollozando y gritando, locos de alegría:
-¡Al fin se lo llevaron!, ¡Al fin se lo llevaron!
jueves, 4 de marzo de 2010
¡Al fin se lo llevaron!. Escrito por Manuel Bueno
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